miércoles, noviembre 04, 2009

daniel díaz mantilla (la habana, 1970) cállate ya, muchacho



daniel díaz mantilla
(la habana, 1970)



cállate ya, muchacho

No corre el viento aquí, no pasa el tiempo. La ventana es un boquete estrecho y alto que sólo deja ver un fragmento de pasillo techado; la puerta, un boquete tosco protegido con gruesos barrotes pintados de negro. Del lado de allá, otro pasillo estrecho y húmedo conduce a cubiles semejantes: apenas tres por cuatro metros de penumbra, nichos de cemento frío con espacio suficiente para seis bípedos acorralados.
Por suerte, esta noche sólo somos cuatro. Cada cual en su nicho, mirando al techo o las paredes, pensando en ese tiempo que transcurre afuera sin nosotros e intentando medirlo inútilmente mientras tratamos de llegar con vida al próximo minuto. Toda la esperanza se reduce a eso: pasar de un minuto al siguiente sin problemas, resistir sin perder el control, sin caer. Cualquier esperanza, sin embargo, puede ser una trampa para estos bípedos que ahora, acorralados, aguardamos el próximo minuto.
Pero el próximo minuto no llega o, si llega, se funde con el anterior en una sustancia amorfa, elástica, sin más acontecer que flujo febril de las ideas, la rabia iridisciendo en los ojos y una tensión que aumenta a cada instante, el sobresalto interminable de existir en un lapso al margen del mundo, en un nicho frío y sucio que alguien, lejos, guarecido en su confort, diseñó para despojarnos de toda condición que no sea la de bípedos.
–Me llamo Luis Emilio Guzmán Valdivia –dice una voz a mi izquierda–. Mañana es mi santo. Voy a cumplir veintiocho y llevo diez días aquí sin saber de mi familia.
Escucho sin moverme. El tono es resignado, casi apacible.
–¿Por qué estás aquí? –inquiero.
–Dicen que por sacrificio de ganado, pero yo sólo compré la carne. Hay que comer –dice–, imagínense.
Trato de encontrarle un rostro a esa voz y no lo logro. Mientras sea una forma abstracta, pienso, seguirá siendo despreciable en su grisura. Un nombre, un rostro, un dolor, lo acercarán a mí mismo. Tengo la vista fija en el bombillo: un foco de luz amarillenta empotrado con torpeza en un hueco de la pared a la altura del techo, protegido con cabillas, cubierto de hollín y telarañas. Casi hostil esa luz, casi su propia antítesis. Ese es el rostro de Luis Emilio, ese es hoy también mi rostro.
–Yo soy Leandro Azcuí –murmura otra voz frente a mí–, soy del rancho Las Mercedes, de la sierra, y maté a mi mujer. Yo la maté –repite con fuerza y el eco resuena en el pasillo sin visos de arrepentimiento o pena.
Silencio. Pienso en mi casa distante, en mis amigos ajenos a este trozo de realidad tan inusual para ellos, para mí: somos mansos mis amigos y yo, gente buena que sólo en televisión ha visto cárceles, y aunque a ratos nos sentimos enjaulados, nuestra jaula es metafórica.
–Mi nombre es Daniel –digo casi sin pensar–, soy escritor. Yo iba para El Valle. El ómnibus paró en la terminal y bajé a comer algo. Me detuvieron, dicen que me iba del país.
–¿Y a qué va un escritor al Valle, si se puede saber? –pregunta la cuarta voz debajo de mí.
Decir escritor impone cierto respeto, lo que escribes puede llegar lejos y eso es un arma. Si cuentas que intentaron intimidarte para que firmaras un acta de acusación absurda y cuando te negaste te trajeron aquí, sin delito, sin derecho a una llamada telefónica; tal vez tu arma sea usada contra ti: es fácil reducirte a un bípedo acorralado, muy fácil quizás. Por eso tal vez mañana tantee temeroso el bolígrafo y desista.
–¿Y a qué ibas tú al Valle? –me interroga el capitán.
–No sé, creo que a ver.
–¿Ah sí, a ver qué?
–A ver lo que hay, a conocer.
–¿Y a quién tú le pediste permiso?
–¿Y por qué tengo que pedir permiso?
–Porque me da la gana a mí. Para ir al Valle o a cualquier lugar en este municipio tienen que pedirme permiso a mí.
Lo miro. Es un hombre triste este capitán, prisionero de circunstancias que nunca alcanzará a comprender, tan seguro en su cárcel, con su pistola a la cintura y su vacío en el alma. Si yo fuera su hijo también me diría: tienes que pedirme permiso a mí. Pero no soy su hijo, ni su amigo, ni su subordinado. Me encojo de hombros y lo miro sin hablar.
–Yo soy Julio y vivo en El Valle –dice la cuarta voz–. Lo que te voy a contar es para que lo escribas, si eres tan bravo como dices.
–Habla –le pido.
Julio tiene veintidós años. Se fue a vivir con su mujer y su hijo al único apartamento vacío que quedaba en el edificio. Todos en el pueblo estuvieron de acuerdo, pero la policía los desalojó.
–Esperaron a que yo no estuviera para venir –murmura Julio–, amena¬zaron a Nena, que no me iba a ver más la cara si no salía, y lo tiraron todo para afuera. Ahora dicen que yo amenacé al capitán.
–¿Y el apartamento? –pregunto.
–Lo tienen ellos –responde Julio–, dicen que para hacerle un calabozo a la gente del Valle.
–Cállate ya, muchacho –aconseja el celador allende los barrotes.
Abre la reja y me llama. Lo sigo de vuelta hasta el cuarto por donde me hicieron entrar. Húmedo y sin ventanas, es casi la antesala del infierno, pienso mientras acordono mis botas. Recojo la mochila y salgo. En la puerta el capitán me ofrece una disculpa:
–Todos los hombres se equivocan –dice.
–Unos más que otros –le contestaría, pero no tiene caso: es un hombre triste, un prisionero de circunstancias que jamás comprenderá.
Afuera es madrugada. El pueblo duerme resguardado de la frialdad de enero. La calle es dura bajo mis pies. Camino sin prisa hacia la terminal, pensando en el reto de Julio. Quiero llegar al Valle, ver lo que hay, contarlo.

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