miércoles, noviembre 04, 2009

No.13 Cabeza y brazos fuera de esta ventana


otros brazos
(otras cabezas)

daniel díaz mantilla cállate ya, muchacho

omar pérez las estaciones

efraim medina reyes a golpes / sexualidad de la pantera rosa

naief yehya la gente de latex

juan francisco ferré alegorías de América / América subprime

ricardo alberto pérez la extraña metamorfosis de Casia Heller

hablé sobre Dios con Antonin Artaud
antonin artaud la piedra filosofal / poesía

rachel resnick los carnívoros de Marrakesh

jamila medina tres instantes a lo debbie malon

néstor cabrera going to Montana VII

pedro lemebel la iniciación de los conscriptos / Silvio Rodríguez

e. annie proulx brokeback mountain

james tate brujas & sangre nueva

roberto gonzález echevarría el puente de ponte
josé antonio ponte caja negra de la fiesta

–Pretende usted enojarme con sus tontas parábolas. Lo sé todo sobre su propio padre; Pavel Isaev me habló sobre él, me dijo que era un tiranuelo, que todo el mundo le odiaba, hasta que sus propios aparceros lo mataron. Cree usted que, como su padre y usted se odiaban el uno al otro, la historia del mundo ha de ser simplemente la historia de las guerras que se libran entre padres e hijos. No entiende usted el sentido de la revolución. La revolución es el fin de todo lo antiguo, incluido padres e hijos. Es el fin de la sucesión y las dinastías. Y se renueva incesantemente, si es revolución de verdad. Con cada nueva generación, la vieja revolución queda invalidada y la historia empieza de nuevo. He ahí la nueva idea, la idea verdaderamente nueva. Año uno. Carta blanca. Todo se reinventa, todo se borra y renace: la ley, la moralidad, la familia, todo. Todos los prisioneros son puestos en libertad, todos los delitos son perdonados. La idea es tan tremenda que usted no alcanza a entenderla, como tampoco la entienden los de su generación. Mejor dicho, usted la entiende demasiado bien, y pretende asfixiarla en su cuna.
–¿Y el dinero? Cuando se perdonen los delitos, ¿se redistribuirá el dinero?
–Mucho más que eso. De vez en cuando, en el momento en que menos se lo espere la gente, declararemos que el dinero existente carece de valor y emitiremos una nueva moneda. Ese fue el error de los franceses, permitir que el dinero antiguo siguiera en circulación. Los franceses no hicieron una verdadera revolución, porque no tuvieron el valor de ir hasta el final. Liquidaron a la aristocracia, pero no eliminaron la antigua manera de pensar. En nuestras escuelas se enseñará la manera de pensar propia del pueblo, la que ha estado reprimida durante todo este tiempo. Todo el mundo irá de nuevo a la escuela, incluidos los profesores. Los campesinos serán los maestros, y los maestros pasarán a ser alumnos. En nuestras escuelas haremos hombres y mujeres nuevos del todo. Todos renacerán con un nuevo corazón.
–¿Y Dios? ¿Qué pensará Dios de todo eso?
El joven se ríe de puro júbilo.
–¿Dios? Dios estará verde de envidia.
–Así que usted cree en Dios.
–¡Por supuesto! ¿Qué sentido tendría no creer? Lo mismo daría prenderle fuego a todo, convertir el mundo en ceniza. No; iremos ante Dios; nos presentaremos de pie ante su trono, lo llamaremos. ¡Y vendrá! No le quedará más remedio que escucharnos. ¡Y entonces por fin estaremos todos juntos en un mismo pie de igualdad!
–¿Y los ángeles?
–Los ángeles formarán círculos a nuestro alrededor entonando el hosanna. Los ángeles estarán embelesados. También ellos serán libres para caminar por la tierra como hombres de a pie.
–¿Y las almas de los muertos?
–¡Que cantidad de preguntas hace usted! También las almas de los muertos, Fiador Mijailovich, también si así le parece. Las almas de los muertos volverán a caminar por la tierra, por supuesto. Si así le parece, también Pavel Isaev. Lo que podemos hacer no tiene límite.

el maestro de Peterbursgo
j. m. coetzee

daniel díaz mantilla (la habana, 1970) cállate ya, muchacho



daniel díaz mantilla
(la habana, 1970)



cállate ya, muchacho

No corre el viento aquí, no pasa el tiempo. La ventana es un boquete estrecho y alto que sólo deja ver un fragmento de pasillo techado; la puerta, un boquete tosco protegido con gruesos barrotes pintados de negro. Del lado de allá, otro pasillo estrecho y húmedo conduce a cubiles semejantes: apenas tres por cuatro metros de penumbra, nichos de cemento frío con espacio suficiente para seis bípedos acorralados.
Por suerte, esta noche sólo somos cuatro. Cada cual en su nicho, mirando al techo o las paredes, pensando en ese tiempo que transcurre afuera sin nosotros e intentando medirlo inútilmente mientras tratamos de llegar con vida al próximo minuto. Toda la esperanza se reduce a eso: pasar de un minuto al siguiente sin problemas, resistir sin perder el control, sin caer. Cualquier esperanza, sin embargo, puede ser una trampa para estos bípedos que ahora, acorralados, aguardamos el próximo minuto.
Pero el próximo minuto no llega o, si llega, se funde con el anterior en una sustancia amorfa, elástica, sin más acontecer que flujo febril de las ideas, la rabia iridisciendo en los ojos y una tensión que aumenta a cada instante, el sobresalto interminable de existir en un lapso al margen del mundo, en un nicho frío y sucio que alguien, lejos, guarecido en su confort, diseñó para despojarnos de toda condición que no sea la de bípedos.
–Me llamo Luis Emilio Guzmán Valdivia –dice una voz a mi izquierda–. Mañana es mi santo. Voy a cumplir veintiocho y llevo diez días aquí sin saber de mi familia.
Escucho sin moverme. El tono es resignado, casi apacible.
–¿Por qué estás aquí? –inquiero.
–Dicen que por sacrificio de ganado, pero yo sólo compré la carne. Hay que comer –dice–, imagínense.
Trato de encontrarle un rostro a esa voz y no lo logro. Mientras sea una forma abstracta, pienso, seguirá siendo despreciable en su grisura. Un nombre, un rostro, un dolor, lo acercarán a mí mismo. Tengo la vista fija en el bombillo: un foco de luz amarillenta empotrado con torpeza en un hueco de la pared a la altura del techo, protegido con cabillas, cubierto de hollín y telarañas. Casi hostil esa luz, casi su propia antítesis. Ese es el rostro de Luis Emilio, ese es hoy también mi rostro.
–Yo soy Leandro Azcuí –murmura otra voz frente a mí–, soy del rancho Las Mercedes, de la sierra, y maté a mi mujer. Yo la maté –repite con fuerza y el eco resuena en el pasillo sin visos de arrepentimiento o pena.
Silencio. Pienso en mi casa distante, en mis amigos ajenos a este trozo de realidad tan inusual para ellos, para mí: somos mansos mis amigos y yo, gente buena que sólo en televisión ha visto cárceles, y aunque a ratos nos sentimos enjaulados, nuestra jaula es metafórica.
–Mi nombre es Daniel –digo casi sin pensar–, soy escritor. Yo iba para El Valle. El ómnibus paró en la terminal y bajé a comer algo. Me detuvieron, dicen que me iba del país.
–¿Y a qué va un escritor al Valle, si se puede saber? –pregunta la cuarta voz debajo de mí.
Decir escritor impone cierto respeto, lo que escribes puede llegar lejos y eso es un arma. Si cuentas que intentaron intimidarte para que firmaras un acta de acusación absurda y cuando te negaste te trajeron aquí, sin delito, sin derecho a una llamada telefónica; tal vez tu arma sea usada contra ti: es fácil reducirte a un bípedo acorralado, muy fácil quizás. Por eso tal vez mañana tantee temeroso el bolígrafo y desista.
–¿Y a qué ibas tú al Valle? –me interroga el capitán.
–No sé, creo que a ver.
–¿Ah sí, a ver qué?
–A ver lo que hay, a conocer.
–¿Y a quién tú le pediste permiso?
–¿Y por qué tengo que pedir permiso?
–Porque me da la gana a mí. Para ir al Valle o a cualquier lugar en este municipio tienen que pedirme permiso a mí.
Lo miro. Es un hombre triste este capitán, prisionero de circunstancias que nunca alcanzará a comprender, tan seguro en su cárcel, con su pistola a la cintura y su vacío en el alma. Si yo fuera su hijo también me diría: tienes que pedirme permiso a mí. Pero no soy su hijo, ni su amigo, ni su subordinado. Me encojo de hombros y lo miro sin hablar.
–Yo soy Julio y vivo en El Valle –dice la cuarta voz–. Lo que te voy a contar es para que lo escribas, si eres tan bravo como dices.
–Habla –le pido.
Julio tiene veintidós años. Se fue a vivir con su mujer y su hijo al único apartamento vacío que quedaba en el edificio. Todos en el pueblo estuvieron de acuerdo, pero la policía los desalojó.
–Esperaron a que yo no estuviera para venir –murmura Julio–, amena¬zaron a Nena, que no me iba a ver más la cara si no salía, y lo tiraron todo para afuera. Ahora dicen que yo amenacé al capitán.
–¿Y el apartamento? –pregunto.
–Lo tienen ellos –responde Julio–, dicen que para hacerle un calabozo a la gente del Valle.
–Cállate ya, muchacho –aconseja el celador allende los barrotes.
Abre la reja y me llama. Lo sigo de vuelta hasta el cuarto por donde me hicieron entrar. Húmedo y sin ventanas, es casi la antesala del infierno, pienso mientras acordono mis botas. Recojo la mochila y salgo. En la puerta el capitán me ofrece una disculpa:
–Todos los hombres se equivocan –dice.
–Unos más que otros –le contestaría, pero no tiene caso: es un hombre triste, un prisionero de circunstancias que jamás comprenderá.
Afuera es madrugada. El pueblo duerme resguardado de la frialdad de enero. La calle es dura bajo mis pies. Camino sin prisa hacia la terminal, pensando en el reto de Julio. Quiero llegar al Valle, ver lo que hay, contarlo.

jamila medina (holguín, 1981) tres instantes a lo Debbie Malon: teaspoons (II)



jamila medina
(holguín, 1981)

tres instantes a lo Debbie Malon:

teaspoons (II)


Para Calvert Casey:
que escribía a través de mí sin yo saber.

Me vestí de jueves y llamé a mi daddy para que me prestase nuevamente su chofer de jueves. Era mi día de clínica y él no podría negarse.
Luego de algún tenue pataleo al que ya estábamos acostumbrados: daddy y yo, mejor: daddy, su thursday-taxidriver y yo (lo necesito, daddy, mira que haré un escándalo en las oficinas, daddy, que luego seremos dos para pedir y llevo cinco semanas sin menstruar…) lo conseguí. Por suerte daddy no soporta que se hable de sangre delante de su nueva secretaria (blanca, de carnes rebosadas y piernas deliciosamente varicosas); menos de menstruos.
La sangre sin embargo es lo preferido de Ray. Creo. Después del batido de cerebro que, luego del trépano y todo lo demás, sale por nuestros agujeros. Esos –bien encerados por el borde: porque los huesos también sangran, qué dulzura: me explicó Ray con los ojos en éxtasis– agujeritos que amamos abrir los neuros sobre un precioso ejemplar (aquí sé que miraba impúdico el mío, con mal llevada lascivia) de cráneo humano, al que sabemos atosigado por presiones.
Pero lo mejor de Ray es que también fue ginecólogo. Y que ha sido programado (en insondables, cargados como mis tazas de té: planes de estudio) para ser médico general no-sé-qué-más. Así no necesito verle el lindo rostro entre mis piernas a más nadie; ni nadie más me «deprime» poniendo una paleta desechable de madera sobre mi lengua, para hurgar en mis amígdalas; ni me pincha la punta de los dedos, con primor, para ver mi sangre correr… y analizarme de paso.
Subí con prontitud los siete pisos (odiaba los cuchicheos de la rubia, imitación de rubia: delgados tobillos, rodeados de cadenitas con dijes de levísimo metal, imitaciones de metal, que manejaba el ascensor). Toqué suave en la puerta y esperé a oír su voz. No es que esté esperando a alguien más: Ray es MI médico particular. Ni que yo temiese interrumpir alguna ronda (de esas en que se comenta qué bello hígado y bonito tumor) de médicos. Todos saben en la clínica que los jueves a las cinco de la tarde Ray me está reservado solo a mí. Y a nadie más.
Dijo pase, con ese tono de aparente indiferencia con que me recibía siempre, y en el que yo por supuesto nunca creería. Sabía que temblaba por mí. Pasé e hice pasar a mi nana, señalando con un gesto de cabeza (bajo el cuero cabelludo, la dura madre, esa parte aracnoidea…: cada capa de hojaldre de mi cráneo desquiciante), y él asintiendo antes de verme señalar (lo deseaba y yo sabía).
Hízose cargo enseguida y entonces, cuando todo lo dispuso para el té, fue mi nana quien cabeceó como pidiendo excusas (vimos así: su viejo cráneo, asqueroso, bambolearse)… y yo la dejé ir.
Puse apropiadamente: leche y dos terrones de azúcar y, por supuesto, una prolija porción de té en su taza. Había aprendido a calcular con primorosa exactitud las proporciones. Hizo girar, primero en redondo y luego en cruz la cucharilla: por disolver lenta pero cabalmente toda el azúcar. Golpeteó leve con ella sobre el borde de la taza, escurriendo cada gota. Y yo quise ser la taza, pensé en aquella fría cucharilla recorriendo el borde de mis labios rosáceos: escanciando la dispendiosa gelatina entre mis muslos.
Bebió con fruición y preguntó al fin: qué te sientes hoy, princesa –de nuevo el tono glacial que pretendía helarme el tuétano («para comerme mejor», ¿no, querido?: hubiera deseado escupirle a la cara, porque yo conocía sus deseos). De nuevo la cabeza, de egipcia probidad (ya querría también Debbie, tenerte, amado Yorick, presidiendo su escritorio: anhelé empática), sobre el cuello níveo de Ray: en una imperceptible reverencia inclinados, como prestándome atención. Maldito Pensador, volqué con los ojos (al darme un vuelco el sensiblero corazón cuando Ray Murthay me tocó para volverme a preguntar: Qué tiene hoy Debbie Mallone…) la marmórea escultura que presidía su buró. Y tu Rodan rodó –rimé en solitaria sesión mi minúscula victoria.
Impasible: ponte sobre la cama verde, Debby (y yo odiaba que achicara mi ya little-kind-child name), Ray continúo el rito. Quítate antes esas bragas, Debby (un poco más y me palmea la espaldita… al pedir, sin tapujos, que desnudase el pubis, los iliacos y esa por él preciada zona –yo lo había visto palparla, con una tempestad bajo la frente, en las yemas de los dedos, demasiado a menudo–: en que el vientre y el inicio de la pierna dibujan un exquisito pliegue). Acomódate bien, Debby. Abre más esas piernas, Debby. Y deja de moverte, Debby. Y… y… y… –iba yo remedando mentalmente los acostumbrados bocadillos con que había decidido «mantenerme al margen» Ray Murthay.
Pero la pequeña Debbie Mallone lo que realmente quería era olvidar, predecir lo que diría Ray para así borrarlo, creerlo parte de su cabeza enferma.
Le miraba y remiraba hacer entre mis piernas, deseándolo hasta el vértigo (cada vez podía oír, «para verte mejor», cómo echaba al bote de basura más y más gasa empapada de mis tazas de jalea: la anhelante gelatina con que yo lo llamaba, hacía un gesto con el dedo y luego ya una mueca desesperada con toda la mano izquierda, pidiéndole que entrase en mí).
Y viéndole hacer… yo ponía palabras en su boca o las quitaba: adecuándolas al bisbiseo de sus labios, los movimientos de su lengua hacia el paladar (para articular un fonema palatal cualquiera); o aquel con que hacía una velar (kordura, Debbie… vamos a ver si te estás trankila, korazón); y, sobre todo, seguía con poderosa atención sus líquidas (luminosa Debby, rabiosa fierecilla mía...).
Estuve así, como cada jueves, bajo el filo atento de su ojo. Estuvimos. Aperto el castor (esta vez lo observado), fue Debbie sabiamente trabajada por Ray durante quince (estirados como calamellus de melcocha estirada) por suerte larguísimos minutos; y yo trabajé a cambio sus palabras. Él deshojándome el vientre y yo: haciendo una personal-Debbie-bad-translation solamente para mí, con tal de verle decir lo que quería, tal de hacerme mimar un rato.
Por suerte terminó la inspección y pudimos respirar (yo sentía su leve asfixia, el regodeo con que lavaba sus manos –pero antes las lamía: advertí imperativa, invocando la magia simpatética– allá detrás de las sábanas verde antiséptico). Entonces, inspiramos y expiramos ya un poco más tranquilos.
–Entre dos y tres meses, pequeña. No quisiera interrogarte pero me pregunto cómo es que pudo suceder, si no he dejado de cuidarte: colocarte delicados DIU, recetarte y comprar incluso, casi poniéndolas en tu mano junto a un vaso de agua, tus pastillas Anticop…
Vi bregar su cabeza, raramente apenada: su lava intracranéana burbujear (como en esas vítreas bolas pisapapel en cuyos vientres flotan barcos).
–No entiendo nada, Debbie.
Pero yo estaba sopesando justo entonces ese mito purulento que mayestático ocupaba miles de cráneos, allá abajo: los tipos como él ponían su lengua AHÍ dentro, para extraernos un tumor. Imaginaba su lengua entre mis vasos capilares, el espesor de mi líquido encefálico, su poderoso peso, sobre ella… cuando Ray dijo de nuevo:
–Nada, de nada, Debbie; ¿me lo explicas tú?
Y yo tampoco sabía cómo. Dudaba (Doubt contradict my self) si en mi avaricia estaba poniendo también estas palabras en su boca, para estarme ese jueves con el Ray un poco más. Ni yo creía en la partenogénesis ni había estado abriendo mi castor para nadie más durante los últimos diez meses. Tampoco yo entendía nada.
Vamos a tener que hacer una cuidada intervención, un poco peligrosa Debby. Cómo es que nos haces esto, Debby. ¿Querías acaso que Sir. Mallone nos mate, Debby; deje sin Nan II a mi bebita, Debby? –lo escuchaba, o no, balbucear como un chiquillo acongojado su cuita; como un celeste Gollum de desdoblaba personalidad: mentando un «nos», haciéndo-nos partícipe de una unidad que yo para nada comprendía.
Entre sus griticos espantados y mi vahído creo que pude comprender, tratar de poner en claro, viendo a través de los pozos asentados en mi taza de té: que se trataba de mi padre, que lo asustaba matarme durante esa «cuidadosa intervención» que ahora teníamos que emprender.
Dangerous: rosa maléfica el viaje que habría de iniciar –me dije. Ray no temía matarme por mi padre; temía querer matarme por sí mismo, tenía pavor de que sus manos –ya que por un lado lo iban a liberar de mi ahogante presencia de los jueves y por otra parte iban a ser las secretas libertadoras de sus más recónditos deseos: detonadoras de su inconsciente. ¡Miedo de ti, miedo de ti! –pretendí gritar yo pero era tarde, no respondía la lengua tropelosa: habiendo dejado de mirar las bellas, suavísimas manos de Ray, estas se habían dedicado a suministrarme, directamente en vena, sus pain-killers.
Comencé a ver borroso y supe el resto: Ray Murthay como flotando sobre mí (hermosísima yegua de la noche… y me refiero al íncubo: la inoculada pesadilla que se gesta, creo, en el cerebelo), se encargaría primero de besarme en la boca, toda la boca de Debbie bajo Ray, bajo su peso o su poder. No por necrofilia, qué va: sino para premiarme, agradecer, y premiarse por tenerme por fin bajo la sierra (quizás una delicada, finísima segueta: preciosa cuerda de violín).
Luego sería el banquete. Yo no había logrado ver nunca tras las cortinas verde antiséptico, pero seguro había allí una provista alacena –tal vez un blanco botiquín– donde se guardarían el jugo de limón y los sucesivos ingredientes de la orgía: el pote de picante y la blanca salsa rusa y la meliflua mantequilla de maní, y la mirra y la albahaca, incluso un poco del estrellado anís y del bijol, la mermelada de nísperos, el tomate: signado en letras itálicas su precioso, bermejo, contenido…
Yo no había nunca visto más allá de la cama, ni vería; no sabía los gustos de Ray: sus manos palpando cada jueves, su edad, la andrógina lisura de su pelo, el sabor de su colonia justo en el dedo con que ponía el compresor sobre mi lengua… Pero sí sabía la lección.
Él –tras rasurarme sobre la nuca y asegurar el triunfo de su cefazolina– me pondría «decúbito supino». Disfrutaría lustrando mi piel con Hibiscrub y marcando el lugar de la incisión. Prodigaría –con las finezas que se gasta en un bebé– los más regios cuidados a arropar mi cabeza. Tras los primeros cortes, escanciaría amablemente, con el disector de amígdalas: la grasa, la galea, el periostio.
No por gusto yo había sostenido largos duelos con Ray: inquiriendo sobre cada operación, queriendo reconocer, bajo cada gesto seguro de la queirós, los más hondos, olvidados, buhardíllicos resquicios de mi querido neurocirujano.
Conocía el procedimiento, comedido del cazador, hasta el final: el retractor Hansen, el agujero de trépano, la duramadre en cruz y toda esa otra mierda quirúrgica…
No necesité pugnar contra sus «asesinos del dolor» para saber la punsión en el ventrículo, y el endoscopio que Ray hubiera [¿Broncoscopio flexible Olimpus® BF_ P10 (5mm). Can., Artroscopio rígido Karl Storz® (5mm), Fibroscopìo flexible Aesculap® (5mm) Canal de trabajo 2mm?] preferido, entre sus fiebres –quemantes sobre cualquier tejido mío que rozaba–, tomar de entre sus lanzaderas, para en mi cráneo «navegar»: metiéndose hasta mi agujero de Monro (bellamente dibujado en media luna, ¿no Ray?), por mis talámicas –yo lo veía rumiar lo mullidas que las encontraba– vías venosianas.
Después, en el centro de una preciosa excitación, en la cual yo jamás le vería agitarse por mí, practicaría la fenestración. Ray Murthay se suicidaría en el colmo del éxtasis por cualquier recóndita ventana que hallase abierta o cerrada, allá dentro de mi cráneo. Ray lo estaría, luego de diez minutos de anestesiarme: disfrutando hasta el dolor. A mí no había que contármelo.
Más tarde (yo: no sé si totalmente cercenada la cabeza, casi luciendo como Yorick y él: ya con un poco de culpa empozada en la mirada, pero aún eufórico), se preguntaría (¿me?), contemplándome (¿me?), con tono neutral, las conocidas cosas sobre el ser y la nada. Habría cortado usando la segueta –pulsando gracias a ella su más querida melodía de clasical-rock… mientras me abría. Violado estaría mi último escondrijo y, levada como un puente la parte superior de mi cráneo como se abre una caja de Pandora.
El limón y el Tabasco suelen hacer su labor en media hora, con lo que tensarían, quizás peligrosamente demasiado, la paciencia de Ray: alargando con mucho empalagosamente esos minutos. No puedo predecir: a pesar de todo, conozco poco los exactos procederes de su gula. Pero sí sé que Ray (como no haría mi padre-joven, que acostumbraba a comer los sesos del mono directamente del recipiente de sus huesos): amansará sus nervios, y la ávida –procaz– secreción de su saliva. Y que aún empleará parte de su tiempo en disponer, sobre la pálida, y nacarada, y pulida superficie de la mesita del té: el deseado manjar.
Con las pinzas para el hielo lo llevará –poniendo mucho cuidado de que nada se derrame– desde la caja de Pandora de mi cabeza a su platillo para el té: ese en que nada, sobre un fondo azul, un tópico dragón de escamas plata. Sus blanquísimas manos, temblorosas, le permitirán aún: especiar, y orlar, y aderezar la golosina. Y solo entonces –no sé si con gusto o ya más bien picado de ansiedad: queriendo ahogar la vocecilla de Debbie Mallone que le zumba en el oído–: partirá Ray –limpio su gesto de avezado– un pedacito de cerebro con mi teaspoon –Stainless Steel, made in United Kingdom– y se pondrá a comer (¿me?).

néstor cabrera (la habana, 1976) going to Montana VII



néstor cabrera
(la habana, 1976)



going to Montana VII

la dulce costilla (del grupo kitsch)
estremecimiento
timbre y despegue

caída en dorados declives
de suaves y cálidos jugos
acaramelados aceitosos

entrar a esa embriagadora médula
—madura-bomba cruda—
imaginar adonde se puede llegar
pretender que todo gire siempre
cambie
y no percibir en realidad el exquisito sabor hasta que no está

para dedicarse a ese inútil hobby
de buscar la forma única en las demás
la que no es
tal vez sea la razón

bla, bla, bla…

donde no hay



●●●



grrracias, grrracias.
Silencio. Un antiguo orden que siempre se concibió para lo alto. Para que todo caiga en su justo lugar. La desconexión. Por primera y última vez, ahora. Encontrar. ¿Sirve de algo?

El canal está abierto. Y algo corre por las brechas. Tal vez un sorbo de la más dulce de las frutas ácidas. Antes de una nueva oleada (y esta no termina). Sin escalas progresivas. Daño neuronal. Desvariar. Perdón, nos usamos… devastamos. Si hace sentir mejor…

La fórmula,

Algunas_personas I mismo—misma tú dejar por. seguro hablarme-entradas ¿qué? con, quién espera una/noche de nuevo (humo déjala) señales enchufarse & habilidades ¡Hablo! no… tiempo, p… ¿Por cuál línea vienes?

…por favor.



●●●



algo más
se necesitan dos voces
para no tener que disculpar el no poder decir
mientras dure el rayo
y se ilumine la fibra con el estruendo vacío
sosteniendo la distancia

una tensa, cuerda
el orden del día... y la noche
—¿qué tal todo?
la nada, oscura-maliciosa
qué poesía ni poesía
…mira, las personas se cohetean

otra alterna, puta, muy... (3.). y bien…
que tenga don de lenguas
guste de los filos y los cortes
atrevida como tantas
puntiaguda
—¿tienes algún cortaúñas a mano, o una felpa?
para las extrañezas (demasiadas)
las pálidas
los “no me importa”
sin tener que asumirla,
es más, hablar mal de ella
como se acostumbra
convertirla en un artículo despreciablemente atrayente
que pueda comprarse en un basurero
—¿será mucho peso?

el interés… otra vez… dale…
asumo
cuanto pueda arrebatar
me
es

¿qué fue eso del allá? siempre sorpresas
créditos e agradecimientos… tuyos
sirvan las notas/las bolas oxigenadas/la proximidad
unos sorbos, reír
la brisa va en un sentido
y en otro
la puya
por cierto, ya se capturan los ecos de los que no están



●●●



contra la pared
Prueba de fe o lo contrario de hablar con propiedad
entrega, disolución, unidades
¡Valquiria!
Tú y tus niveles

--Este es el potenciador del objeto, o sea, este programa sólo corre cuando los códigos son disfuncionales. Los parámetros 1, 2 y 3, nunca son reproducibles una vez que el proceso se desencadena pero siempre se incluyen para mostrar la sucesión lógica y cómo llegar a utilizar de manera práctica el objeto. (No volver a mostrar este diálogo.)

¿Qué tiempo queda?
…la práctica del encaje
volver_te
fijar la superficie blanda,
el surtidor en un enlace boreal
donde las superficies ya no son barreras
ni el silencio,
y quedar
narcotizado por un perfil radiante
¡Nein!

--El director tiene 12 canales de sonido estéreo en uno
--Detener este cronómetro al final del latido
--Si se desactiva el botón de iniciar/apagar
--Si estamos en la fase 7 entonces…
--Huir de lo que se acerque demasiado
en un marco tan flexible
nunca antes había sucedido con un palillo

siempre esa hacha adorable

--Terminar si
--Terminar si
--Terminar si es suficiente
--La animación se reiniciará en el mismo punto



●●●



método de transición
mascar la soga
que una y otra vez roza la superficie, en silencio
enquista
se pierde el centro
contorno/entorno
una fisura profundidad
no se vuelve a componer
lo que supone estar marcado
por lo espontáneo
hasta la próxima…
¿acaso eso existe?


Nichts ist für dich
nichts war für dich
nichts bleibt für dich
für immer

y buscar altitud
por si vuelve la anomalía
—Qué bola
—Jaja, na’ ahí
de tan acondicionado, blando
¿cómo podría ser la pieza que se ajuste?
tendría que dejarme en paz a mí mismo…
pero nada, ni la menor idea

antonio josé ponte (matanzas, 1964) caja negra de la fiesta (fragmento de La fiesta vigilada)


antonio josé ponte (matanzas, 1964)

caja negra de la fiesta
(fragmento de La fiesta vigilada)

"Hoy, sentado a mi mesa en una mañana sin nubes, veo por la ventana el tumulto estático de los paralepípedos rectangulares y me siento curado de la maligna afección que estuvo a punto de ocultarme la verdad de Cuba: la retinosis pigmentaria." Hoy es un día de 1960. Ante quien escribe se abre una vista del barrio habanero de El Vedado. El que escribe es Jean Paul Sartre. Es su segundo viaje a Cuba. El primero, que a veces trae a cuento para algunas comparaciones, fue en el 49. Sartre no ha escuchado nada acerca de la retinosis pigmentaria hasta esa mañana. No ha sentido sus ofuscaciones aunque afirme haberlas padecido. (Padece, eso sí, de estrabismo). Simplemente, encuentra el nombre de la enfermedad en el discurso de un funcionario cubano y decide apropiárselo. Según tal funcionario, todo aquel que pudo sacar una imagen feliz de la Cuba prerrevolucionaria (Graham Greene en sus primeras vacaciones en La Habana, por ejemplo) padece de retinosis pigmentaria o pérdida de la vista lateral. Capaz de ver de frente la realidad cubana, no alcanza a divisarla con el rabillo del ojo. Y ésta se le escapó. Jean Paul Sartre coloca tal noticia oftalmológica al comienzo de Huracán sobre el azúcar. Afina su instrumento, la mirada, antes de prestarse a ejecutar una larga suite de temas cubanos, a la manera de Gottschalk o de Gershwin. El aviso médico le sirve de escarmiento por no haber poseído suficiente visión lateral en su viaje anterior. En 1960, once años después, se propone no perder nada de vista. No hay que echar una ojeada a las fotografías que lo muestran en su segunda estancia en Cuba. Vestido siempre de traje, un cigarrillo en la mano, su estrabismo parece querer abarcar todo el panorama. Igual a esos reptiles a lo que la autonomía de ambos ojos les permite cazar a toda la redonda. Lo mismo que uno de esos reptiles en la caja de cristal de sus espejuelos. Consulta un ejemplar del diario Revolución y, bajo el anuncio de una propuesta cubana de reanudar relaciones con Estados Unidos, aparece en primera plana una gran foto suya. Lee en un asiento de avión un mapa de la isla. Lo retratan en el panteón de José Martí en el cementerio de Santiago de Cuba. Visita un central azucarero y una ciudad rural que se construye. Asiste, junto al jefe de la revolución, a la puesta habanera de su pieza teatral La ramera respetuosa. Es la primera vez que el líder revolucionario asiste a una función de teatro. Al terminar la representación, una actriz pregunta a éste si es cierto que se propone acabar con la prostitución, y el jefe revolucionario contesta que sí. Lo cual parece un disparate a Sartre. El líder de la revolución asegura que convertirá a las antiguas prostitutas en conductoras de taxi. Sartre celebra un encuentro de escritores cubanos donde trata extensamente acerca del realismo socialista soviético y del compromiso político del escritor. Cena en una fonda cuyo cartel promete comida china y criolla durante todo el día y toda la noche. Asiste a una de las grandes concentraciones políticas de la época. (Allí se estrena la consigna "¡Patria o muerte!" y se toma la foto más conocida de Ernesto Guevara. En sus memorias, en una antología de lo vivido entre 1944 y 1962, Simone de Beauvoir menciona esa asamblea junto a una función de ópera en Pekín, toros en Huelva, candomblé en Bahía, la visión del desierto, las noches blancas de Leningrado, una lucha anaranjada sobre el Pireo y las campanas del fin de la guerra). "¡Sartre, es Sartre!", gritan los taxistas de La Habana al verlo. Él cambia el cigarrillo por un habano en su visita a la oficina del comandante Guevara y éste le brinda fuego. Toman un café juntos. Guevara sentado en una butaca de mayor altura que las de sus visitantes. Un despacho semejante a un escenario de televisión. "En aquel despacho no entra la noche", lo describe Sartre. Como si se tratara de la reproducción de esa oficina en un museo de cera. Simone de Beauvior y Jean Paul Sartre sentados, no frente a una persona, sino ante la fidedigna copia de Guevara. ¿Debido a las botas perfectamente lustradas de éste? ¿A la textura plasticoide de su guerrera? En cualquier caso, se nota incoincidencia entre la pareja de franceses y el militar argentinocubano. Si acaso los tres coinciden, lo hacen en un fotomontaje no logrado. Sartre cena en los mismos restaurantes en los que antes se deleitara Graham Greene. Camina por el Paseo del Prado. Lo alojan en una pieza del hotel Nacional donde cabría todo su apartamento parisino. Al describir la pieza enumera sedas, paravanes, flores bordadas y flores en jarrones, dos lechos dobles para él solo. (Simone de Beauvior ocupa habitación aparte, del mismo modo que cada uno de ellos posee en Paris apartamento propio). Sartre se entrega por primera vez al placer del aire acondicionado. Contempla la ciudad desde uno de sus puntos de mira privilegiados. "Me ha bastado correr las cortinas en cuanto llegué: vi largos fantasmas gráciles estirarse hacia el cielo". Y asocia los modernos edificios de El Vedado a la anterior degradación política del país. Los clubes nocturnos resultan más numerosos que en su estancia anterior. "Pululan alrededor del Prado: encima de sus puertas la electricidad vuelve por sus fueros y nombres atractivos y parpadeantes hieren los ojos del transeúnte". Encuentra una multitud apiñada alrededor de las mesas de juego del cabaret Tropicana, pero la ciudad nocturna no es aquella que recorriera Graham Greene. Las máquinas tragamonedas han sido suprimidas. La lotería continúa en funcionamiento después de haber sufrido ajustes. los casinos de los grandes hoteles se encuentran abiertos, pero sus ganancias van ya al depósito estatal. A La Habana nocturna le queda poco tiempo. Sartre ha sido comisionado para escribir varios artículos sobre los sucesos de la Isla. Es el hombre en La Habana de L´Express. Aunque una vez llegado a Cuba lamenta la tirada limitada y de frecuencia semanal de esa publicación parisina y decide pasarse a France Soir, donde podrá explayarse. Escribe Huracán sobre el azúcar para un público de millones, pero ni así alcanzaría a explicarse la estupidez de algunos de sus fragmentos. Como cuando afirma a propósito de las barbas y melenas de los revolucionarios cubanos: "He visto ríos negros cubrir el pecho hasta el diafragma y he visto rostros lampiños, con cuatro pelos desesperadamente cultivados en la unión de la barbilla y el cuello. No había cesado de admirar el abanico de una barba, cuando su propietario, al despojarse de su gorra militar, me revelaba una calvicie precoz. En los jovencísimos héroes de los últimos combates el rostro es liso, lampiño como el de una joven, pero los cabellos caen sobre los hombros": Tratándose de Sartre, esas líneas precisan ser rematadas por conclusión pensamental: "La extremada variedad de las combinaciones testimonia, dentro de la disciplina, un individualismo profundo". El autor confiesa haber visto menos barbas desde su llegada a Cuba que en una tarde en Saint Germaine des Prés. ¿A qué viene entonces tanto pormenos de columnista de moda en la descripción de un corte de cabello inédito? El exotismo, la explicación de extrañas bellezas, parece impulsar ese y otros fragmentos de la Cuba de Sartre. Son también notorias algunas de sus agudezas. "Si los Estados Unidos no existieran", aventura, "quizás la revolución cubana los inventaría: son ellos los que le conservan su frescura y su originalidad". Y se muestra sibilino al cerrar su diálogo público con escritores cubanos: "No olviden que los intelectuales no se encuentran jamás felices en ninguna parte. Cuba es su paraíso y yo les deseo que se quede así, que siga siéndolo". En La Habana de 1960, Sartre comprueba que algunas casas de prostitución han sido cerradas y otras mantienen intacto su comercio. Cumplido un año de revolución en el poder, aún funciona la lotería nacional, siguen abiertos casinos y prostíbulos. Y si una de las características de toda revolución es la austeridad, él pregunta dónde encontrar la austeridad cubana. A partir del triunfo revolucionario, el poder político del país parecía haberse dividido en dos. En el Palacio Presidencial, enclavado en la ciudad vieja, se reunía el consejo de ministros. Presidía ese consejo un hombre de leyes. "La legalidad misma en su universalidad más formal y más tiránica", lo describe Sartre. Y en una suite del recién inaugurado hotel Habana Hilton plantaba campamento la comandancia del ejército revolucionario. Desde allí gobernaba el país quien no ha dejado de hacerlo desde entonces. El presidente del consejo de ministros habís sido nombrado por él. Los ministros tenían su beneplácito. Sin embargo, el consejo persistía en llevar a la antigua usanza los asuntos públicos. Y los jóvenes del Habana Hilton estaban hechos de la modernidad del ambiente en el que residían. Era El Vedado contra La Habana Vieja. Cada grupo alardeaba arquitectónicamente de cuánto le faltaba. Los de Palacio, de suficiente asentamiento. Y en una suite del hotel habanero más moderno, el huésped alardeaba de provisionalidad, de hallarse solamente de paso. Por esa época las turbas se dedicaban a asaltar cabarets y casinos en nombre de la revolución. "¿Donde está la austeridad cubana?", preguntaría Sartre. Las turbas devastaban las salas de juego de los hoteles Deauville y Plaza. Cuando intentaban colarse en el hotel Capri, hallaron en su camino al actor hollywoodense George Raft. Y éste, que velaba por los intereses del capo Meyer Lansky en el casino y en el hotel del Capri, largó a la multitud un discurso salpicado de consignas revolucionarias hasta enfriar sus propósitos de vandalismo. La mejor actuación de toda su carrera, según sostendrían testigos. Jean Paul Sartre habría quedado boquiabierto al comprobar cuán cerca del Palacio Presidencial se hallaba el mayor barrio de prostitución habanera. A sólo pocas calles. Y el presidente del Consejo de Ministros firmaba un decreto que clausuraba ese barrio. Toda casa de prostitución, toda sala de juego. Para que un día después en el Habana Hilton se concentrara la gente, una multitud repletara los ascensores del hotel, tomara las escaleras y penetrara intempestivamente en la suite de la comandancia. Eran los empleados de las casas de juego y los familiares de esos empleados. Allí estaban desde las vendedoras de cigarrillos hasta los croupiers, aquellos a quienes el decreto presidencial dejaba cesantes. Sin atreverse a aparecer en el hotel, las prostitutas presentaban sus quejas por escrito, dirigían cartas al jefe de la comandancia. Cartas dignas, a juicio de Jean Paul Sartre, en las que reclamaban su derecho a ejercer el oficio. Cartas de rameras respetuosas. En la comandancia escucharon las razones de los empleados, dieron lecturas a los mensajes de las prostitutas y convocaron inmediatamente a los ministros. Estos dejaron a solas a su presidente y partieron a rendir cuentas al verdadero gobernante del país. Blanco de cólera, describe Sartre al comandante. Según este, el consejo era culpable de un moralismo imbécil que ponía en peligro a la revolución. ¿Deseaban ellos suprimir el juego? También él lo deseaba, pero a condición de que pudiera encontrársele ocupación a todo el personal que una medida así dejaría en la calle. Y no existía por el momento industria capaz de acoger a tal cifra. Solamente cuando fuera resuelto el problema del desempleo podría liquidarse el juego. Por otra parte, la mayor parte de las prostitutas de la ciudad venía del campo. Ordenar a esas mujeres que no vendieran sus cuerpos era de una ingenuidad tremenda. Y enjuiciarlas sería un crimen. Solamente cuando terminara la miseria campesina podría cancelarse la prostitución. Los ministros cometían el mismo error de tantos gobiernos anteriores que, para no emprenderla con las causas, combatían los efectos de éstas. Y, en lugar de encarar el desempleo y la pobreza, batallaban contra el juego y la prostitución. Todavía no era hora de cierres. Mientras fuese necesario, el poder revolucionario tendría que hacerse cargo de la lotería pública, de las casas de juego y de los casinos. (Las elecciones presidenciales quedaban pospuestas hasta tanto no se eliminaran el desempleo y el analfabetismo). Podrían suprimirse las máquinas tragamonedas, ya que estas no ofrecían puestos de trabajo a nadie, pero habría que velar por que cada hombre y cada mujer conservara su empleo. Y en cuanto a las prostitutas, debía combatirse a quienes las parasitaban, chulos y policías corruptos. Dejar al comercio sexual en los huesos, no barrerlo. Mano dura con el proxenetismo, vista gorda con las putas. De modo que el decreto firmado por el presidente del Consejo de Ministros no podría tener curso. Resultaba demasiado prematuro, falto de otras precauciones. Y los ministros harían bien en convencer al Presidente de su equivocación. El Presidente, sin embargo, no aceptó retractarse. Había puesto su firma en el decreto, había dado su palabra. (Sartre sospecha que se mostraba intransigente con tal de disimular sus vacilaciones a la hora de actuar). Se hizo cada vez más grande la división de poderes en el país. En fórmula sartreana: “La verdadera autoridad no era legal; la autoridad legal no era verdadera”. Era tiempo, pues, de tomar abiertamente las riendas. Tiempo de que el Consejo de Ministros se librase del lastre que constituía aquel presidente. Hora de abandonar el hotel. El huésped del Habana Hilton anunció su decisión de retirarse de la vida pública. Pues no hallaba salida mejor en vista de la obcecación del Presidente. Desplegó un simulacro de retiro con el ojo puesto en que las masas se lo impidieran. Y resultó según sus cálculos. Simone de Beauvior narra que un millón de campesinos se reunió en la capital cubana y “entrechocando sus machetes, con un ruido ensordecedor, exigieron que se quedara a la cabeza del país”. Quien tenía que retirarse era el Presidente, exigió la voluntad popular. Y una campaña de prensa lo acusó de enriquecimiento ilícito. Así el jefe de la comandancia terminó por hacerse del control total. Ya no más nomadismos, no más rodeos. La confirmación de su destino venía del mismo pueblo. “Al fin la Liberación iba a transformarse en Revolución”, Sartre respira a gusto. El Presidente depuesto tuvo que pedir asilo. Pasaría más de dos años encerrado en la Embajada de México hasta que autorizaran su salida del territorio nacional. Después de haber servido de instrumentos para la toma del poder, croupiers y prostitutas fueron obligados a desalojar el escenario. La representación había terminado ya. Sin que alcanzara a divisarse nuevo desarrollo industrial y sin haber dado fin a las miserias del campo, la administración revolucionaria dictó el cierre de las casas de juego y de prostitución. Así cumplía un decreto que antes encontrara inaceptable. La lotería pública cantó su último número premiado y las únicas ruletas sobrevivientes fueron a parar a un almacén de la recién fundada industria cinematográfica. Girarían de nuevo durante la escenificación de alguna época pasada. Las mesas de juego corrieron igual suerte que las ruecas en el reino de la Bella Durmiente. “Se acabó la diversión. Llegó el comandante y mandó a parar”, cantaba un son de la época. Donde estuviera el casino del hotel Capri abrió sus puertas el Salón Rojo, nuevo local para la música. El Habana Hilton fue expropiado y pasó a nombrarse el Habana Libre. En la ciudad vieja, el Palacio Presidencial terminaría como museo dedicado a la épica revolucionaria. (Allí puede admirarse una reproducción a tamaño natural del comandante Guevara). Y un año después de su primera estancia en la Cuba revolucionaria, de regreso de un viaje a Brasil, Simone de Beauvior y Jean Paul Sartre hacen una breve escala habanera. En la ciudad no existen ya lugares de diversión nocturna. No hay juegos de azar ni turistas estadounidenses. El hotel Nacional, semivacío, hospeda a un congreso de milicianos. Milicianos de ambos sexos. Muy jóvenes, a juicio de la escritora francesa, que descubre milicianos en maniobras por toda la ciudad. El país, aseguran a la pareja francesa, aguarda una invasión. De visita en una fábrica estatal, Sartre dialoga con un grupo de obreros. Les hace una pregunta, los obreros empiezan a responder y un dirigente los detiene y responde por ellos. Jean Paul Sartre quería saber cuán ventajoso había sido para ellos el cambio de régimen político. Pero quien contesta es un funcionario, y una sola versión cabe ya para todos. Conversan con el poeta Nicolás Guillén y éste afirma que toda búsqueda formal es contrarrevolucionaria. En privado, algunos escritores confiesan a Sartre y su compañera que les acosa el temor de no ser verdaderos revolucionarios. Ya empiezan a autocensurarse. De Beauvior compara lo que va de una a otra estancia en Cuba, de un año a otro: “Menos alegría, menos libertad, pero en algunos aspectos grandes progresos”. Y remite esos progresos a la producción agropecuaria, campo que irá poco después (si no ya) de un descalabro a otro. Es por esa misma época que Susan Sontag visita La Habana. Asiste a alguna noche de La Lupe en el club La Red porque luego incluirá a la cantante cubana en su catálogo de “lo camp”. Los recuerdos de Cuba se le harán recurrentes ocho años después, de viaje por Vietnam. Su Viaje a Hanoi, escrito en los meses de junio y julio de 1968, constituye la memoria de su primera salida “al exterior de las premisas de la cultura occidental”. El ejemplo de la revolución cubana le vale entonces para algunos acercamientos a la revolución vietnamita. Aunque también consigue apartarla de toda comprensión. “Es probable que no entienda nada aquí hasta que borre a Cuba de mi mente”, confiesa en un paréntesis de su diario. Quien conozca la clase de ilusiones que una visita a Cuba revolucionaria despertara en Sartre puede permitirse desconfiar de lo que Susan Sontag percibe de la realidad vietnamita. Sin embargo, Viaje a Hanoi demuestra una visión más escarmentada que la Huracán sobre el azúcar. Sontag es más escéptica, anda a paso menos firme. La extrañeza que enfrenta resulta mucho mayor y, por fortuna, se comporta dubitativamente. Quizás le importe menos ofrecer lecciones y suele ser más intima. (Esa bonachonería con que Sartre acoge a los lectores en su pieza de hotel resulta sumamente inverosímil). Sontag que en 1954, al echar a los franceses de Hanoi, entre restaurantes, fondas, fumaderos y salones de baile, el número de esas mujeres era de millares e iban a quedarse en la calle una vez que se cerraran los prostíbulos. Perderían el sustento en cuanto su oficio fuera legalmente condenado. Se procedió, pues, a la reeducación de tales ciudadanas. La nueva vida de la capital permitía toda clase de optimismos, cualquier arranque desde el comienzo. De ser ciertas las noticias que da Sontag, ninguna otra revolución ha llevado tan lejos un programa de reeducación. Las prostitutas de Hanoi fueron colocadas bajo la tutela de la Unión de Mujeres. La asociación femenina creó centros de rehabilitación en el campo y envió allá a sus pupilas. Lejos de la ciudad que, para el pensamiento revolucionario (lo mismo que para muchas otra lógicas), resulta corruptora, de malas influencias. Las apartaba así de las viejas redes de proxenetismo y clientela. En esos centros las mujeres fueron mimadas durante los primeros meses. Tratadas como niñas. Destinadas al campo para curar lo que la gran ciudad había herido en ellas, iban a ser trasladadas aún más lejos: a la infancia. Durante los primeros meses, el régimen de enseñanza contemplaba lecturas en voz alta de cuentos de hadas y práctica continua de juegos infantiles. La terapia se encaminaba a la sustitución de los recuerdos de niñez, remontaba la biografía mucho más allá de la primera violación, del primer cliente, de la noche primera en la casa de putas. Para empezar nueva vida era preciso contar con nueva infancia. Sólo después de ese período de tratamiento como niñas, las educandas recibían clases de lectura y escritura, aprendían un oficio con el cual sustentarse en el futuro y regresaban a etapa adulta. O se encontraban por primera vez en ella. Por último, se les entregaba una dote que les permitiría hallar esposo dentro de la jerarquizada sociedad vietnamita. Esa dote, junto a los cuentos de hadas y a la escritura recién aprendida, arropaba a las antiguas prostitutas en la tradición. Profundo pasado y posibilidades futuras, parecía ser el lema del programa vietnamita. El de la revolución cubana, menos minucioso, iba a centrarse en los secretos de la costura. Haría costureras a gran parte de las antiguas prostitutas. Costureras y taxistas. Taxis de color amarillo y negro pertenecían a la Asociación Nacional de Chóferes de Alquiler Revolucionario (ANCHAR, ya que en la nueva sociedad todo adoptaba siglas), y en taxis de color violeta trabajaban las prostitutas reeducadas. Hacían, de otro modo, la calle. TP eran las siglas de estos últimos vehículos: Transporte Popular. “Todas Putas”, las llamaba la gente. Y aquellas conductoras recibieron enseguida, por el color de los autos, el mote popular de “violeteras”. Parecía una gran burla organizada por las autoridades. Luego del cierre de casinos y prostíbulos, juego y prostitución siguieron en Cuba vida tímida, enclenque, clandestina. Todo el que administraba apuestas de juego adquirió destreza en el acto de digerir el listado antes de que cayera en manos de la policía. Apostando en La Habana había que atenerse a lo que proclamara la suerte en Venezuela o en el sur de la Florida: juego de suerte ajena. Y fue por los 90, tres décadas después de su expropiación, que el hotel Habana Libre se hizo en parte propiedad extranjera. Ya que luego de haberla combatido hasta el destierro, el Gobierno revolucionario propiciaba la llegada de inversión foránea. El socialismo, según una definición que fuera popular en el Este europeo, constituía el camino más largo entre el capitalismo y el capitalismo. Quien fuera huésped principal del antiguo Habana Hilton, aún cabeza de gobierno, no tuvo más remedio que aceptar el regreso de algunas compañías extranjeras. Habían echado abajo el Muro de Berlin, el imperio soviético se había desintegrado. De la Guerra Fría quedaban en pie muy pocas cosas. Iba a ser, por supuesto, un regreso coartado. Los capitalistas extranjeros no podrían hacerse propietarios del todo. Se trataba de inversiones mixtas, parte estatal y parte extranjera, con preponderancia de la primera de estas dos. Sólo hasta que la economía cubana se hiciera fuerte, volviera a hacerse fuerte. Si es que el capitalismo mundial no se hundía antes, tal como aseguraba en sus discursos el líder de la revolución cubana. Por lo que, en medio de los apagones, se encendieron los hoteles. Y resultó ser el aviso para que nubes de insectos rodearan esos focos. En busca de luz, por mucho que se dieran de cabeza contra las paredes de cristal. Aun a riesgo de incendiarse. Volvía la prostitución y quien consiguiera desterrarla al comienzo de su dilatado Gobierno se resistía a aceptar ese regreso. Al oeste de la ciudad funcionaban avanzados laboratorios de investigaciones genéticas. Ernesto Guevara había pronosticado el surgimiento, dentro de la revolución, del hombre nuevo. ¿Qué fallo se había deslizado en el barrio de los alquimistas para que cuarenta años después el homúnculo anunciado por Guevara no acabara de alzarse de la mesa de vivisecciones? La experimentación con humanos arrojaba resultados demasiado impredecibles. Una puta recibía educación y podía reformarse, convertirse en costurera o taxista. Y, en casuística inversa, jóvenes formados como médicos o ingenieros terminaban acogiéndose al ejercicio de la prostitución. Aquel que se valiera de unas cartas de putas para hacerse del poder podía ahora conjurar el mito guevarista de la nueva criatura con el reconocimiento de la vuelta a Cuba de la prostitución. Terminaría así por enorgullecerse en público de que el país que gobernaba contara con la más culta prostitución del mundo. Pasaba del hombre nuevo a la nueva prostitución, ya que las mitologías debían ser revisadas. Hombre nuevo, nueva prostitución, capitalismo recién convocado... Como siempre que se enfrentaba a un caso conflictivo, el pensamiento revolucionario echaba mano de lo pedagógico. Obligado a desmantelar gran parte de la industria azucarera, se enfrentaba a un populoso número de desempleados y la única solución avizorada consistía en enviar a los antiguos trabajadores del azúcar, sin que importara su edad, a hacer nuevos estudios. Se tapaba el desempleo con la apertura de nuevas aulas. Como gran triunfo filantrópico se proclamaba un nuevo sistema educacional de desempleados. Hombres hechos y derechos se veían obligados a calzar los chanclos de estudiante de uno de esos personajes de Chéjov, temerosos de la adultez, que demoran cuanto pueden sus años de aprendizaje. Trófimov, que aparece en El jardín de los cerezos con gafas y un raído uniforme de estudiante. Liubov Andreievna lo recuerda: “Entonces usted era todavía un muchacho, un estudiantillo simpático, y ahora ya está casi calvo y lleva lentes. ¿Es posible que aún siga siendo usted estudiante?” “Se ve que mi destino es ser un eterno estudiante”, reconoce él. Ser estudiante, vivir en lo pendiente, postergar. Y Trofimov declama extensos parlamentos acerca del futuro de la humanidad y de Rusia, aunque personalmente él no pueda hacer nada. Cuarentitantos años de revolución han conseguido en Cuba notables resultados educacionales, una cantera de profesionales y técnicos brillantes. No han logrado, sin embargo, ofrecer destino suficiente a todo ese personal más allá de las aulas. ¿Qué hacer entonces con quienes después de haber pasado por las aulas se empeñan en prostituirse? ¿Qué medidas tomar con la más culta prostitución del mundo? ¿Doctorarla? Prostitución y proxenetismo no constituyen figuras delictivas según el Código Penal vigente en Cuba. Aunque ambas actividades pueden llegar a ser penalizadas bajo la consideración de peligrosidad. Peligrosidad, según el artículo 72 de la Ley 62 del Código Penal aprobado en 1988: “especial proclividad en que se halla una persona para cometer delitos, demostrada por la condición que observa en contradicción manifiesta con las normas de la moral socialista”. O sea, pura potencialidad que prescinde de pruebas. El primer Consejo revolucionario de Ministros había compartido con gobiernos anteriores el error de combatir efectos en lugar de causas. Varias décadas después, de modo no muy distinto, la administración revolucionaria se inclinaba por la represión, no daba con mejores maneras que las policiales. (Intentar una comprensión del asunto llevaría a los terrenos de la economía, de la devastación planificada). “Nueva Delicia” llamaba, tal vez sin ironía, al centro penitenciario que recibía a la nueva prostitución sentenciada por peligrosidad. Y Sartre que preguntaba por la austeridad de la revolución cubana... Diez años después de la última visita que hicieran a La Habana, Simone de Beauvior y Jean Paul Sartre firmaron, junto a otros muchos intelectuales entre los cuales se encontraba Susan Sontag, una carta abierta publicada en Le Monde que denunciaba los maltratos sufridos en Cuba por un grupo de intelectuales. Uno de los paralepípedos rectangulares que el escritor francés divisara desde la habitación de su hotel albergaría, con el paso del tiempo, un centro sanitario dedicado a combatir en pacientes extranjeros los caprichos de una particular enfermedad oftalmológica: la retinosis pigmentaria. Luego de sufrir de estrabismo, Sartre moriría ciego.