¿Había uno siquiera capaz de ponerse en mi lugar, de sentir hasta qué punto, en aquel momento, yo era distinto de lo que parecía, y que poder había en mí, que amarras tensas a punto de estallar? Es posible que lo hubiera. Sí, yo me orienté hacia esa falsa profundidad, hacia las falsas apariencias de paz y gravedad, me precipité en ellas con todos mis antiguos venenos, sabiendo que no arriesgaba nada. Bajo el cielo azul, ante la mirada de mi guardián. Olvidándome de mi madre, liberado de la acción, fundido en la hora ajena, diciéndome pausa, pausa. Llegados a la comisaría, se me introdujo a presencia de un funcionario sorprendente. Vestido de paisano, en mangas de camisa, estaba hundido en un sillón, con los pies sobre la mesa del despacho, tocado con un sombrero de paja y pendiente de sus labios un objeto delgado y flexible que no llegué a identificar. Antes de que me largara tuve tiempo de constatar todos estos detalles. Escuchó el informe de su subordinado, a continuación pasó a interrogarme en un tono que, desde el punto de vista de la urbanidad, dejaba a mi juicio cada vez más que desear. Entre sus preguntas y mis respuestas (cuando valía la pena tomar aquellas en consideración) mediaban intervalos más o menos largos y sonoros. Estoy tan acostumbrado a que no me pregunten nada que cuando me preguntan algo tardo un buen rato en comprender que me preguntan. Y cometo la equivocación de que, en vez de reflexionar tranquilamente sobre lo que acabo de oír, y que he oído perfectamente, porque soy bastante fino de oído, pese a mi ancianidad, me apresuro a responder cualquier cosa, probablemente por temor a que mi silencio haga estallar la ira de mi interlocutor. Soy muy miedoso, toda mi vida he tenido miedo a que me peguen. Soporto fácilmente insultos e invectivas, pero a los golpes no he podido acostumbrarme nunca. Es curioso. Hasta los escupitajos me molestan. Pero si se me trata con un poco de dulzura, quiero decir, si se deja de tratarme a patadas, suelo dejar finalmente satisfecho a mi interlocutor. Pero el comisario se contentaba con amenazarme con una regla cilíndrica, de modo que tuvo la ventaja de irse enterando de que yo no tenía papeles en el sentido que él daba a este término, ni ocupación, ni domicilio, que por el momento se le escapaba mi apellido y que yo me dirigía a casa de mi madre, a cuyas expensas yo agonizaba. por lo que respecta a las señas de la susodicha, las ignoraba, pero sabía encontrar perfectamente la casa, incluso a oscuras. ¿El barrio? El de los mataderos, alteza, pues desde el cuarto de mi madre, a través de las ventanas cerradas, por encima de su cháchara, yo había oído rugir a los bovinos, este mugido violento, trémulo y ronco que no proviene de los pastos, sino de las ciudades, de los mataderos y mercados de animales.
Samuel Beckett
Molloy
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